Tiempo de Siembra (cuento)

 
Buenas tardes estimados lectores!!!

En este nuevo encuentro, quiero compartirles un cuento corto, de un escritor argentino con un gran potencial, vecino de la ciudad de El Talar, en nuestro amado partido de Tigre. Su nombre: Héctor García. Espero que les guste...


Tiempo de siembra

Era tiempo de siembra. El abuelo estaba allí, como siempre, sentado en una silla tan vieja como él. Miraba encantado como los hombres, transpirando bajo el sol, trabajaban la tierra. Surcando callos en sus laboriosas manos.

Su nuera, a un costado de la humilde casa, lavaba ropa, restregando con fuerza en la tabla, para quitar los últimos vestigios de la terca suciedad. Y su nieto, correteaba de un lado a otro inventando amigos que lo ayudaban a crecer. El pequeño, de vez en cuando, se acercaba al viejo y se quedaba un rato mirándolo. Tenía miedo que en alguna de esas siestas no se despertara. Y se quedaba a su lado, escuchando su respiración. Cuidándolo.

La expresión dormida del abuelo tenía una leve sonrisa. Tal vez recordase sus tiempos de pobre peón, que igual a su hijo, no solo aró los campos, año tras año, sino también su cara, su alma, su vida. Bajo un sol impiadoso que no admitía débiles, a sabiendas que el peón siempre anda con el estómago vacío.  

Cada tanto se despertaba, acercaba al pequeño y le decía lleno de recuerdos:

-Mirá, mirá que hermosa tierra! Pensar que ahora es marrón y en un tiempo será todo verde. Mirá  que lindo ver la espalda brillante de tu padre, igual a como era la mía. Mi Dios, si pudiera volver a estar allí.-

Y volvía a dormirse. Con el dejo la tristeza con que se añora a los tiempos idos. Y el niño se quedaba pensativo, ansioso por ser grande para trabajar la tierra como su padre. Imaginando si su espalda se vería tan brillante como la de aquellos hombres, que se pudrían día a día por un mísero plato de comida. La imaginación del niño solo se veía perturbada por algún grito de su madre, que le ordenaba realizar alguna tarea.

Cuando el sol caía y los hombres volvían a sus casas, exhaustos por la larga jornada, las mujeres acomodaban el último plato sobre la mesa y revolvían por enésima vez el guiso de cada día, en una olla renegrida por tanto fuego de leña.

El hombre se quitaba el sombrero y se lavaba armoniosamente fuera de la casa, buscando una pausa que aliviara en sus músculos, tanto esfuerzo en jornadas que parecen interminables.

Cuando entraba, todos estaban mirándolo: el abuelo y el niño orgullosos de él, con una torpe sonrisa contenida. La mujer con los ojos cansados y su cuerpo frágil y extenuado, no precisaba decir palabra, para nombrar las penurias de una familia pobre.

Únicamente dijo:

-A comer.

Y lo hicieron en silencio. Apenas el abuelo comentó algún que otro recuerdo de sus tiempos de siembra. Nada nuevo, todos los días repetía lo mismo.

El niño fue el primero en levantarse, besó a los tres, su madre le hizo la bendición y a los dos minutos de haberse acostado, ya estaba durmiendo. Lo siguió el abuelo.

Finalmente, quedaron ellos dos sentados a la mesa.

Afuera, la noche caía como un manto negro sobre aquellas latitudes plenas de soledad,

libres de rascacielos, humo y apuro cotidiano.

Aún sentados, frente a frente, con una lámpara que iluminaba a medias la pequeña cocina, se quedaron un rato sin hablar.

Luego, él dijo:

-Dicen que vendrá el dueño de Buenos Aires, y si la siembra sale buena, nos dará más plata que el año pasado. A lo mejor nos sirve para hacer otra pieza y asi nosotros dos podremos dormir solos.-

Ella asintió con la cabeza y dijo:

-Y si nos fuéramos pa’ otro lado Juan. Si nos fuéramos pa’ Buenos Aires.-

-Y que haríamos Herme, si yo solo se trabajar la tierra. Mirá mis manos. Para qué?

Ella volvió a asentir con la cabeza. Se levantó sin decir palabra y con los platos en las manos, fue a lavarlos.

Él encendió un cigarro. Mientras el humo lo envolvía, soñaba que con un poco más de dinero, lograría hacer la otra habitación. Y si sobraba, en una de esas, más adelante, lograrían enviar a Pablito a la escuela. Pero para eso necesitarían un caballo. El colegio quedaba bastante lejos para que fuera caminando.

Imaginó una siembra hermosa, al patrón felicitándolo, diciéndole que había sido el mejor peón y que pasaría a ser capataz. Imaginó muchos más hijos y también…. Hasta que despertó. Levantó un poco la cabeza y vió a su mujer que lo estaba acariciando. Se miraron. También se besaron. Tiernamente, apenas un pequeño beso. No hacían falta más palabras. Dió otra pitada al puro y lo apagó. Todavía le quedaba un poco para el otro día.

Se levantó de la silla, tomó a su mujer de la cintura y fueron hacia el cuarto. El abuelo y el niño dormían su pasado y su futuro respectivamente.

Ellos solo hicieron ruido cuando se acostaron, la cama era vieja: crujió. Se amaron dulcemente, quizá en forma más pura que en la ciudad. Luego quedaron extendidos en la cama de una plaza, unidos, aún en la pobreza.

Antes que él se quedara dormido, ella dijo:

-Vamos a tener otro hijo. Ya llevo dos meses.-

Y no hubo palabras. Esa noche él no soñaría con ser capataz, ni con hacer otro cuarto, ni con nada más.

Era tiempo de siembra.

 

Autor:
Héctor García
sinceramentehector@hotmail.com

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